Se argumenta que los aranceles proteccionistas ya fueron aplicados por los mercantilistas (se hace una referencia explicativa de la teoría y los principales impulsores, su clase social e intereses) y que quienes impulsan hoy la misma política cometen el mismo error: el problema no esta en los aranceles sino en la capacidad productiva, en la división del trabajo, en la tecnología de la producción y distribución y consumo en masa por parte de la sociedad
¿Aranceles para protegernos? Un viejo error que vuelve con otro nombre
En tiempos de crisis o incertidumbre económica, no faltan quienes proponen levantar aranceles para proteger la industria nacional. La idea parece simple y lógica: si los productos importados compiten con los nacionales, pongámosles un impuesto y así favoreceremos la producción local. Pero esta lógica no es nueva, y ya fue aplicada —con sus errores— hace siglos, por una doctrina económica que hoy parece olvidada: el mercantilismo.
¿Qué fue el mercantilismo?
El mercantilismo dominó el pensamiento económico europeo entre los siglos XVI y XVIII. Su idea central era que la riqueza de una nación dependía de la acumulación de metales preciosos, como el oro y la plata. ¿Y cómo se lograba eso? Teniendo una balanza comercial positiva: exportar más de lo que se importaba. Para conseguirlo, los Estados impusieron aranceles altos a los productos importados, promovieron subsidios a las manufacturas locales y, en muchos casos, prohibieron directamente ciertas importaciones.
Detrás de estas políticas estaban dos actores fundamentales: los monarcas absolutistas, interesados en reforzar el poder del Estado, y la burguesía comercial y manufacturera, que buscaba eliminar la competencia extranjera y asegurar sus mercados. En resumen, se protegía a ciertos sectores con poder de lobby, pero no necesariamente se pensaba en desarrollar un sistema productivo más eficiente o innovador.
La crítica clásica: el problema no son las importaciones
Con la llegada del pensamiento económico clásico, especialmente con Adam Smith, este enfoque fue duramente cuestionado. Smith argumentó que la verdadera fuente de riqueza era la productividad del trabajo, no la acumulación de metales ni el cierre comercial. La clave, decía, estaba en la división del trabajo, en la especialización y en permitir que cada país produjera aquello en lo que era más eficiente.
La competencia, lejos de ser un enemigo, era vista como una fuerza que empujaba a mejorar. El proteccionismo solo generaba industrias ineficientes, que vivían más del favor estatal que de su propia capacidad de innovación.
El déjà vu actual
Hoy, en pleno siglo XXI, vuelven a sonar propuestas que, con otro lenguaje, repiten las viejas fórmulas del mercantilismo. Se alzan voces que exigen cerrar la economía para defender lo nacional, apelando al discurso de soberanía, empleo y producción. Pero muchas veces se omite un detalle clave: el problema no está en los aranceles, sino en la estructura productiva.
Un país no se vuelve industrial o competitivo porque imponga impuestos a lo extranjero. Lo logra cuando invierte en educación técnica, tecnología, infraestructura logística, y cuando organiza la producción y distribución de forma eficiente, pensando en llegar a un consumo masivo e inclusivo.
Sin una base productiva sólida, lo que se protege con los aranceles es, en muchos casos, una industria obsoleta, poco competitiva y dependiente del Estado. Además, los aranceles suelen encarecer productos esenciales para la población, golpeando más fuerte a los sectores populares. ¿El resultado? Menor poder adquisitivo, más desigualdad y un estancamiento que no se resuelve con barreras.
Lo que realmente necesitamos
Más que un nuevo proteccionismo, necesitamos un nuevo desarrollo productivo. Uno que apunte a mejorar la competitividad desde adentro: con mejor tecnología, más capacitación laboral, innovación industrial y un mercado interno que permita escalar la producción.
Cerrar la economía es, en el mejor de los casos, una solución de corto plazo. Pero si no se acompaña con cambios estructurales, solo posterga el problema y profundiza las desigualdades sociales, internas y externas. La historia ya lo demostró: los aranceles sin productividad solo sirven para disfrazar el atraso en el desarrollo.
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